Hay momentos en la vida en los que, sin que nada afuera cambie, todo parece adquirir un sentido distinto. No es el mundo el que se transforma; somos nosotros quienes empezamos a mirar con otros ojos.

Con el tiempo, descubrimos que crecer no es solo cumplir etapas o alcanzar logros visibles: estudiar, trabajar, llegar a ser alguien”. Crecer, también, es empezar a ver a nuestros padres no solo como figuras de autoridad, sino como seres humanos completos, con historias, con heridas, con sueños que tal vez nunca se cumplieron. Y en esa mirada más profunda, emerge algo sorprendente: dentro de ellos habita un niño.

Un niño que quizá tuvo que madurar antes de tiempo, que cargó responsabilidades que no le correspondían, que aprendió a ser fuerte cuando hubiera preferido jugar. Ese niño que, con los años, se convirtió en adulto para protegernos y guiarnos, pero que nunca dejó de existir del todo.

Desde la psicología humanista, el concepto del “niño interior” hace referencia a esa parte emocional que permanece viva dentro de cada persona, sin importar la edad. Carl Jung lo denominó el puer aeternus, o niño eterno, una figura arquetípica que representa la creatividad, la espontaneidad, la capacidad de asombro… pero también las heridas emocionales no resueltas de la infancia (Jung, 1959). La psicóloga Margaret Paul, creadora del modelo de Parenting Interno”, explica que aprender a escuchar y cuidar a ese niño interior es esencial para desarrollar relaciones más auténticas y compasivas, tanto con nosotros mismos como con los demás (Paul, 2007).

Cuando logramos ver esa dimensión en nuestros padres, algo profundo cambia. Dejan de ser únicamente los adultos responsables” que conocimos, para convertirse en personas complejas, con luces y sombras, con fortalezas y fragilidades. Y esa comprensión abre la puerta a una relación más empática, menos jerárquica, más humana.

No se trata solo de asumir que también fueron niños” como un dato anecdótico. Implica reconocer cómo las experiencias de su infancia moldearon sus formas de amar, de comunicarse, de enfrentarse al mundo. La teoría del apego, desarrollada por John Bowlby (1969), señala que los vínculos tempranos influyen en los patrones afectivos a lo largo de toda la vida. Comprender el niño interiorde nuestros padres es, en parte, entender los hilos invisibles que tejieron su manera de ser padres.

Y, en ese proceso de descubrirlos, también algo despierta dentro de nosotros. Nuestro propio niño interior. Esa parte que tal vez quedó relegada ante las exigencias de la vida adulta, pero que sigue anhelando jugar, crear, amar sin condiciones. Según la psicología positiva, cultivar la conexión con nuestra parte lúdica y creativa está directamente relacionada con el bienestar subjetivo (Fredrickson, 2001). Volver a mirar con esa perspectiva más libre y curiosa no es retroceder, sino integrar: es reconciliar la lógica con la emoción, la responsabilidad con el disfrute.

El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”, escribió Marcel Proust. Quizá crecer sea justamente eso: aprender a mirar con nuevos ojos a quienes siempre estuvieron ahí. A nuestros padres. A nosotros mismos. A la vida.

Y entonces, el ciclo se completa. Porque comprender al otro no significa solo acompañarlo o cuidarlo, sino crecer juntos. En cada encuentro, en cada conversación, en cada silencio compartido. Porque en ese cruce invisible entre el que alguna vez fue niño y el que aún lo es, sucede algo profundamente humano: el amor madura, se transforma, y florece de nuevo.

Sin comentarios on El niño que habita en nuestros padres

    Deja tu comentario

    Tu correo no será publicado