Santiago de Querétaro no nació del estruendo ni del sometimiento, sino de un encuentro inesperado. Cuentan que, el 25 de julio de 1531, en lo alto del cerro del Sangremal, indígenas otomíes y chichimecas se enfrentaron a los españoles con fuerza ritual. 

 

Fue una batalla simbólica, cuerpo a cuerpo, entre culturas. En medio del combate, según la tradición, apareció una cruz brillante en el cielo y Santiago Apóstol montado en su caballo blanco. Todos se detuvieron. Se arrodillaron. Y así, con un gesto de asombro compartido, nació una ciudad que, desde el principio, supo abrirse paso entre los mundos.

 

Querétaro es palabra con raíz. En purépecha, “K’erendarhu” significa “lugar de piedras grandes”, pero también se le conoció como Xico, Nda Maxei, Tlacheco, en náhuatl, otomí y chichimeca. Cada nombre fue una manera distinta de mirar la tierra.

En 1712, el rey Felipe V le otorgó el título de “Muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de Querétaro”, reconociendo su fidelidad y su importancia estratégica. El nombre no era adorno: era espejo.

 

La ciudad ha sido escenario de momentos decisivos en la historia de México. Aquí nació la conspiración de 1810, cuando Josefa Ortiz de Domínguez, en la famosa Casa de la Corregidora, advirtió a los insurgentes del peligro, precipitando el inicio de la independencia. En 1847, durante la invasión estadounidense, Querétaro se convirtió en capital de la República por primera vez. 

Lo fue nuevamente en 1917, durante la Revolución Mexicana, cuando se promulgó la Constitución aún vigente en el majestuoso Teatro de la República.

 

 

Pero también fue el último acto de un imperio: el 19 de junio de 1867, Maximiliano de Habsburgo fue fusilado en el Cerro de las Campanas. Cuando era conducido hacia su destino, alzó la mirada y dijo: “Es un bello día para morir”. Su esposa, la emperatriz Carlota, nunca volvió a pisar suelo mexicano. Murió en Bélgica en 1927, aislada, con la sombra de Querétaro aún suspendida en su memoria.

 

La ciudad guarda esos ecos con elegancia. Caminar por sus calles es recorrer pasajes donde la historia y la vida cotidiana se rozan sin estorbarse. Sus callejones —estrechos, empedrados, aromáticos— invitan al amor, a una confesión, a las cartas secretas. Querétaro tiene algo de ciudad romántica, donde los besos se dan entre arcos y las serenatas aún tienen sentido. Es un lugar donde el pasado acaricia al presente sin rigidez: con dulzura, con orgullo.

 

El acueducto, emblema eterno, se extiende como una línea de tiempo. Fue construido entre 1726 y 1735, con 74 arcos que todavía acarician el horizonte. La leyenda cuenta que fue construido por amor, por un marqués que no pudo contener su devoción por una monja. Y aunque la historia oficial hable de salud pública y canalización, es más hermoso pensar que una ciudad se elevó también desde un suspiro.

 

Querétaro no es solo su capital. El estado es una constelación de dieciocho municipios, cada uno con una voz. En la Sierra Gorda, cinco de ellos —Jalpan, Landa de Matamoros, Pinal de Amoles, Arroyo Seco y San Joaquín— se abrazan al verde y a la niebla. Son pueblos suspendidos en el tiempo, donde los ríos hablan, donde los árboles vigilan. Aquí está la Reserva de la Biosfera de la Sierra Gorda, la única en México que alberga a las seis especies de felinos salvajes del país: el jaguar, el puma, el ocelote, el gato montés, el jaguarundi y el margay. La biodiversidad aquí no es discurso: es evidencia.

 

Es también en la Sierra Gorda, esa joya natural y espiritual de Querétaro, donde las montañas guardaron las huellas de una presencia imponente: los Dragones de Cuera. 

 

 

Esta unidad de caballería española, reconocible por sus resistentes chalecos de cuero, fue clave para proteger las misiones franciscanas y las rutas comerciales en el siglo XVIII. Patrullaban caminos escarpados, resguardaban a los pobladores y defendían a las comunidades de los ataques que, aún persistentes, buscaban preservar la autonomía indígena. 

 

Los Dragones no solo fueron soldados, sino también guardianes de un delicado equilibrio entre mundos, una fuerza que permitió que las misiones florecieran y que la cultura de la Sierra Gorda se consolidara en medio del tiempo y la niebla. Su legado se entrelaza con la historia misma del estado, recordándonos la complejidad de su pasado y la riqueza de su presente.

 

 

Jalpan de Serra es la voz barroca que cantó Fray Junípero. Sus misiones —como las de Landa y Concá— son patrimonio de la humanidad, templos que nacen de la tierra como oraciones talladas. En Pinal, la neblina baja cada tarde como si cubriera a los cerros con un chal de silencio. En San Joaquín, el huapango se baila hasta que el cuerpo se rinde. Y en Arroyo Seco, el tiempo pasa con gentileza.

 

Al sur, Amealco de Bonfil guarda más que telares y tejedoras. Aquí, entre maizales y talleres, fueron hallados restos fósiles de un mamut, como si la tierra hablara desde antes. Aquí también nació Lelé, la muñeca otomí que ha recorrido el mundo, llevando consigo los colores, las flores y el espíritu de las mujeres que la crean. Lelé ha recorrido el mundo. Pero siempre vuelve a casa. Como todo lo que importa.

 

Tolimán y Colón preservan sus costumbres, sus rituales agrícolas, sus cantos a la tierra. Pedro Escobedo es discreto pero fértil. Huimilpan huele a mole y a romero. San Juan del Río fue paso obligado del Camino Real de Tierra Adentro y aún conserva ese aliento de cruce, de bienvenida. Corregidora mira al futuro con universidades y parques tecnológicos, pero en su corazón está la Pirámide de El Cerrito, señal de que ahí, desde hace mil años, alguien ya esperaba al sol.

 

Tequisquiapan es la alegría en forma de pueblo: vino, quesos, domingos interminables. Cadereyta es la fuerza seca del desierto, el poder de las cactáceas. Ezequiel Montes resguarda la Peña de Bernal, tercer monolito más grande del mundo, lugar sagrado, altar natural. Subirlo es tocar el cielo. Y quedarse abajo también.

 

La capital, corazón del estado, ha sabido ser presente sin renunciar al pasado. Su Centro Histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1996, es uno de los mejor conservados de América. Allí, las casonas se cubren de bugambilias. Las rejas antiguas dejan pasar el aroma del pan de nata. Las plazas tienen bancos que invitan a quedarse. Es una ciudad que se camina con los ojos, pero también con el pecho.

 

Querétaro es historia. Pero también es emoción que vibra.
Es el vino que madura al sol, la niebla que se posa suave sobre la sierra, el canto otomí que aún resuena.

 

Es campana que repica, iglesia que asoma en cada esquina como faro del tiempo.

Es la gran peña que vigila los valles como un guardián sagrado.
Es una sonrisa que no se olvida
.

 

Querétaro es relato vivo, raíz que sostiene.
Es México, contado paso a paso, con alma.

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